La nueva Ley de Carreteras pretende prohibir la concesión de instalaciones de distribución al por menor de productos petrolíferos en favor del mismo operador al por mayor o de un operador del mismo grupo empresarial que suministre en exclusiva a tres gasolineras o más seguidas en el mismo sentido de la circulación. De este modo se persigue aumentar la competencia en el mercado de estaciones de servicio sin precisar si la medida prohibicionista afecta a todas las carreteras, autopistas o autovías y si tendrá alcance retroactivo. El interés de analizar esta iniciativa legal radica en que constituye un ejemplo paradigmático de un error básico en el que suelen incurrir las autoridades encargadas de preservar y promover el orden competitivo: la espuria correlación entre un mercado oligopolístico y la ausencia de competencia. Por el contrario ésta puede ser fiera y traducirse en precios bajos y alta producción, lo que conduce a resultados similares a los de la concurrencia perfecta.

De acuerdo con la sabiduría convencional, la posición dominante de las tres grandes compañías petrolíferas en el ámbito de las gasolineras -Repsol, Cepsa y British Petroleum- sería la consecuencia inevitable de una estructura empresarial integrada verticalmente, que les permitiría dominar toda la cadena del negocio desde la entrada del crudo en la vieja Piel de Toro hasta su venta al consumidor final. En este contexto, de manera concertada o no, las empresas del sector tendrían la capacidad de controlar el mercado y obtener beneficios excesivos. La existencia de éstos supondría la demostración evidente de que las petroleras usan su poder para impedir la entrada de otros competidores; es decir, se estaría ante un ejemplo de manual de mercado no contestable.

Esa instigada creencia popular no responde a la realidad. El mercado español de carburantes es uno de los más abiertos de Europa. El sistema logístico de CLH, de acceso universal y en las mismas condiciones de precio para todos cubre la integridad del territorio nacional; por ejemplo, el crudo importado en Barcelona se entrega de manera instantánea en Sevilla. Al mismo tiempo, las instalaciones de almacenamiento de libre contratación tienen un volumen suficiente para abastecer el 100% del consumo español de carburantes con producto de importación. En este marco, los operadores con refinerías en este país -Cepsa, Repsol y BP- tienen que competir por fuerza, lo quieran o no, para poder vender lo producido en sus factorías.

Por otra parte, existe el mito de que la cuota de mercado de esas tres corporaciones resulta anormal. Esta tesis tiene un fundamento técnico prehistórico, el establecimiento de una relación de causalidad entre la presión competitiva en un sector y el número de empresas que actúan en él. Con independencia de ese hecho, el grado de concentración de los oligopolistas patrios es similar al existente en otros Estados de la Unión Europea. En España, el trío Repsol-Cepsa-BP supone el 56% del mercado. En Francia, las tres mayores petroleras absorben el 57%, en Portugal el 55% y en Italia el 53%. Por añadidura, a diferencia de lo acaecido en otros países, la caída de la demanda de carburantes experimentada durante la crisis, un 24,3%, se ha visto acompañada de un incremento de la cantidad de gasolineras, el 2,6%. En Francia con un descenso de la demanda del 8,2%, desaparecieron un 10,5% de las estaciones de servicio existentes.

La mitología se extiende también a un aspecto de especial relevancia pública y política: la confusión semántica que se produce al identificar el mal denominado Margen Bruto de Distribución con el beneficio de las petroleras. El precio de venta al público de los carburantes se descompone de la siguiente manera: un 54,5% son impuestos, un 33% el coste de la gasolina al por mayor, un 11% costes de distribución y un 1,5% el beneficio bruto del operador. Después de impuestos, la ganancia media para las tres grandes petroleras ubicadas en España oscila entre los 1,5 y los 2,5 céntimos de euro por litro. Considerar esa tasa de retorno abusiva resulta un sarcasmo y, desde luego, no parece demasiado atractiva para animar a que nuevos operadores decidan entrar en ese lucrativo negocio.

Si desde el punto de vista económico-financiero y de la teoría de la competencia no existe justificación alguna para limitar el número de gasolineras en manos de las petroleras, resultaría impresentable que esa medida tuviese carácter retroactivo. Un ciudadano o una empresa que han adquirido de buena fe y conforme a una ley previa un terreno y los derechos inherentes a él, y han creado una industria en un sector liberalizado, han de ser protegidos en conformidad con los artículos 33.1 y el 38 de la Constitución que consideran la propiedad privada y la libertad de empresa derechos fundamentales incluidos en el Título I de la Ley de Leyes española. Por cierto, la defensa de esos derechos forma parte del ideario básico del Partido Popular.

Es verdad que la legislación establece la posibilidad de expropiación forzosa por causa justificada de utilidad pública o de interés social mediante la correspondiente indemnización. Ahora bien parece difícil aplicar esa normativa a quienes posean tres o más gasolineras, lo que además tendría un coste elevadísimo para las arcas públicas: pagar el justiprecio necesario para que la expropiación fuese legal. Por último, es improbable que dada la cuantiosa inversión precisa para instalar una estación de servicio y la baja tasa de retorno que esa actividad comercial proporciona existiesen personas físicas o jurídicas dispuestas a adquirir las gasolineras expropiadas. En este caso, la intervención del Gobierno se traduciría en una reducción de los puntos de abastecimiento de combustible para los conductores.

Así pues, la iniciativa impulsada por el Ministerio de Fomento en el asunto de las gasolineras es un ejemplo paradigmático de como el desconocimiento del funcionamiento de un mercado junto a una mala teoría de la competencia conducen a realizar un diagnóstico erróneo de un problema inexistente y tienen consecuencias imprevistas e imprevisibles para sus promotores y, en última instancia, para los consumidores. Por último, el intento de decidir desde un gobierno cual ha de ser la estructura óptima del mercado es de una arrogancia y de una ignorancia propias de un rancio e ineficiente intervencionismo.

LORENZO B. DE QUIRÓS